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Rasgos identitarios de la ultraderecha

Por Luis Decamps

Aunque todavía hay mucha gente que le huye “como el diablo a la cruz” a que se le sindique dentro de la ultraderecha en el espectro ideo-político, la asunción o defensa de ciertas matrices doctrinarias o tendencias fácticas tiende inevitablemente a fijar su alineamiento en esa falange o, cuando menos, a confirmar que se guarece bajo el cobertor de su sombrilla simpatizante.

En un intento simple de conceptualización, acaso se imponga comenzar por decir que si bien la ultraderecha contemporánea mantiene las raíces fundamentales de sus pares de principios del siglo XX (ley, orden, disciplina, antihumanismo, nacionalismo racista o xenofóbico, religiosidad verdadera u oportunista, abominación por el conocimiento no utilitario, populismo, cuestionamiento a la “élite política” tradicional, vocación totalitaria y propensión a la violencia contra los débiles), sus líderes de la actualidad no les dan ni por los tobillos a los de aquella época.

Ciertamente, las grandes figuras de la ultraderecha de la centuria pasada (aun las castrenses, si bien con excepciones) se caracterizaban por tener (o presumir de) cierta formación intelectual, exhibir un pensamiento lúcido dentro de su irracionalismo mesiánico, comportarse de manera frugal y rechazar todo lo mercurial, ser valientes hasta la temeridad y, sobre todo, defender principios y valores que postulaban en el marco de una ética y una conducta personal casi monacales.

Antes al contrario, los líderes actuales de la ultraderecha, en general, son punto menos que palurdos o afectados de cretinismo, con ideas casi primitivas (cuya mejor elaboración solo llega a frases “tipo cohete”), devotos del dinero y la “dolce vita”, cobardes que se protegen tras el escudo del poder o de la impunidad que da la riqueza, con los “principios” de Groucho Marx y, por esto mismo, sin valores ni ética.

(Hay un punto, no obstante, en el que coinciden los ultras de derecha en todas las latitudes y todos los tiempos: tienen la conciencia moral de una sierra frente al “destino terrenal” de sus adversarios, los “traidores” -es decir, los que no coinciden con sus ideas o apuestas- y cualquiera que sea identificado como “débil”, “ingenuo” o “pusilánime”: deben ser silenciados, “reeducados” o eliminados para garantizar la tristemente célebre “salud pública” de Robespierre, Stalin, Primo de Rivera o Pol Pot).

Igualmente es necesario reseñar que, en razón de que en el siglo XXI las matrices de pensamiento de la ultraderecha se encaran con realidades disruptivas en relación con las que enfrentaron sus conmilitones de tiempos anteriores, la de nuestros días ha asumido unos temas muy específicos y socialmente sensibles que en épocas de oscurantismo y fanatismo reditúan pingües beneficios políticos o electorales.

Algunos de esos temas son los siguientes: el repudio a la inmigración (extranjeros identificados como “peligro” para la supervivencia nacional), la defensa de la identidad y la soberanía vernáculas (frente a esa “amenaza” exterior y el globalismo), la reafirmación de los valores religiosos medievales (contra toda reforma o actualización de la fe), el combate a la presencia y la cultura de las minorías étnicas o culturales, y una crítica a la “clase política” y el partidarismo que, siempre bajo la invocación de la ley y el orden, se decanta por la aplicación de procedimientos autoritarios y la negación de los “falsos” derechos humanos identificados por la Revolución Francesa (1789) y la Carta de San Francisco (1948), y asumidos por la civilización occidental basada en la ética cristiana.

En términos globales (pueden existir diferencias, tópicos adicionales y matizaciones), valga la insistencia, lo precedentemente descrito es lo que define y configura la ultraderecha, y si usted se siente identificado con ello, o vota en favor de los que lo represente, o meramente experimenta simpatía al respecto, la noticia no debería sorprenderle: su identidad política y su afiliación ideológica son de ultraderecha.

(Desde luego, tampoco se puede olvidar que entre las sociedades de Europa, Estados Unidos y América Latina hay claras distinciones en lo atinente a lo que es la izquierda, la derecha, el centro o la ultra, la mayoría derivadas de su particular desarrollo histórico, sus tradiciones políticas, su situación socioeconómica, el nivel cultural de sus integrantes y, muy particularmente, de la formación ética de sus líderes).

Y no importa que usted sea de los que sostienen (por arrebato ignaro o por ladinismo partidista) que la dicotomía derecha-izquierda está desfasada, o que niegue su pertenencia emocional e ideológica a la ultraderecha, o que rabie contra la “pretensión” de ubicarlo ahí, o que se dé golpes en el pecho o use un silicio para la expiación de los pecados que comete o apoya, pues la realidad simple, elemental y desnuda es esa: usted es de ultraderecha, y debería aceptarlo sin cargos de conciencia ni vergüenza.

Y la razón es elemental (claro, sin el “mi querido Watson”): porque ser o no de cualquier corriente o tendencia (de pensamiento o militancia) es un derecho que le reconoce, por cierto muy generosamente (dada la abominación suya y de su gente por el pluralismo y la diversidad), la muchas veces desacreditada, “infuncional” e infecunda democracia de nuestros tiempos. El autor es abogado y politólogo. Reside en Santo Domingo. lrdecampsr@hotmail.con

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