Por Luis Decamps
Aunque es imposible evadir la certidumbre de la vieja conseja conforme a la cual “la Historia la escriben los vencedores”, en general la exposición historiográfica -reseña e interpretación derivadas del estudio- se reputa veraz cuando nace de fuentes autorizadas, tangibles y comprobables.
Y es que ciertamente la narración histórica, que en algún momento estuvo estrechamente hermanada con el mito y a veces basada en intereses momentáneos o relajada por la creación literaria, se acercó a la ciencia, a través de la investigación y la comprobación de los hechos, y terminó enemistándose con sus antecedentes y, sin abandonar su función paradigmática, relanzándose como disciplina crítica y desmitificadora.
En esa transformación, esencialmente impulsada por las ideologías progresistas del siglo XX (especialmente por el marxismo y el feminismo), sin dudas se cometieron errores y excesos al reemplazar muchas veces los hechos reales con interpretaciones ideológicas o doctrinarias, por lo que tras mediar un nuevo periodo de crítica y desmitificación se hubo de retornar a las preceptivas y las metodologías neoclásicas.
Pero resulta que sobre todo en las tres últimas décadas (tras la debacle universal de las ideologías promotoras de la solidaridad, la fraternidad y el bien común, y la victoria de las gestoras de la vuelta al individualismo, a la competencia y a los proyectos de desarrollo personal), estamos asistiendo a un nuevo espectáculo de revisionismo histórico que no solo procura reescribir el pasado memorial sino también remover los altares de la proceridad para hacer caer unas figuras y/o reivindicar a otras.
El fenómeno, como se sabe, es global, y si bien comenzó como un lógico y loable esfuerzo de algunos cuestionadores bienintencionados del progresismo, el estatismo y el colectivismo envilecidos en el ejercicio del poder, hoy se ha transfigurado en un inaceptable intento por desfigurar, borrar o falsificar ciertos acontecimientos históricos (generalmente horripilantes o llenos de mezquindades o perversidades) y elevar a la condición de héroes a conocidos ególatras, tiranos y villanos.
Los más resonantes experimentos al tenor comenzaron en varios puntos de la geografía mundial con los conatos de reivindicación de Stalin por parte de algunos comunistas a resultas de la deriva “revisionista” de la URSS; después aparecieron en Italia las loas y excusas en favor de Mussolini tras el descrédito de la clase política tradicional; le siguieron en Alemania, Estados Unidos y América del Sur con Hitler en ejercicios de minorías en principio insignificantes; y luego vinieron los desvergonzados aprestos españoles por beatificar a Franco, y los esfuerzos latinoamericanos, africanos y asiáticos por limpiar las imágenes de determinados tiranos.
(Acaso convenga recordar que la dictadura política no tenía connotaciones negativas en sus orígenes: era una providencia suprema pero temporal, con apoyo popular, para que un gobernante virtuoso pudiese enfrentar una situación de grave crisis social con base en disposiciones expeditivas o de emergencia, y degeneraba en tiranía cuando aquel se aferraba al poder contra viento y marea. Es decir: entre dictadura y tiranía median importantes diferencias, aunque la primera casi siempre termina convertida en la última).
Todo ello, como se ha insinuado, en principio fue obra de familiares, políticos nostálgicos, fanáticos extremistas y pequeñas fracciones beligerantes de pensamiento torcido, pero desde hace algún tiempo ha ganado terreno en la sociedad humana y ha dado pie a la formación de partidos en trance de crecimiento y a gobiernos que no dudan en aplicar las ideas y los procedimientos de los líderes tiránicos arriba mencionados o de otros con más limitada proyecciones.
Por supuesto, como ya se ha sugerido, el revisionismo histórico se ha acunado en ciertos extravíos radicales del progresismo y en la creciente ineficacia de la democracia frente a las necesidades cotidianas del ciudadano (resultado de la elitización de la llamada clase política, el abandono de valores y principios entre los partidos dominantes, la santificación del individualismo como fuente única de prosperidad económica y, desde luego, la mecánica cíclica del devenir) pero se ha desarrollado fundamentalmente gracias al incremento de la ignorancia en la sociedad, la banalización de la política y la priorización de temas o asuntos que activan los bajos instintos y privilegian los arrestos utilitarios.
El desplazamiento en el imaginario colectivo de las figuras más éticas del fundacionismo nacional o del humanismo universal, para ser reemplazadas por caudillos crueles e ignaros o por oscuros y ruines personajes históricos de valía menor (todo muy a tono con el cuestionamiento de la solidaridad como valor filosófico, la promoción de la fuerza sobre la razón en la solución de las diferencias, y la eliminación de la igualdad social como meta de reivindicación humana), es el signo de los tiempos.
Lo tragicómico de la situación salta a la vista: los políticos extremistas que asumen el revisionismo histórico se aprovechan siempre de los benevolentes mecanismos, las virtudes institucionales y los principios de legalidad propios de la democracia para difundir libremente sus concepciones, procurar mayoría social y, luego, presentando a aquellos como debilidades” y “aberraciones” muy “costosas” (sin decir nunca a quien afecta ese “alto costo”), dinamitar sus bases con proclamas apócrifamente “salvadoras” y establecer regímenes autoritarios o totalitarios.
Por ventura, empero, y aunque los promotores del revisionismo histórico crean hoy lo contrario emborrachados por sus triunfos de la víspera, cualquiera que tenga mínimos conocimientos de Historia sabe que el fenómeno no es nuevo y, más aún, que es periódico en el devenir humano: más temprano que tarde vendrá su fin, y otra vez tendrán sus legatarios generacionales que desvivirse dándose golpes en el pecho y pidiendo perdón por los “excesos” y tropelías cometidos.
Y ojalá y no se olvide: aunque la Historia realmente es irrepetible en tanto accionar social anclado en un tiempo y un espacio determinados, los yerros que generan sus malos sesgos sí tienden a repetirse en escenarios de fanatismo y oscurantismo cultural; y con bastante frecuencia, lastimosamente, a la postre tienen un alto costo en dolor, lágrimas o sangre para las generaciones que los asumieron o no los encararon adecuadamente.
El autor es abogado y politólogo. Reside en Santo Domingo. lrdecampsr@hotmail.com